Existen ciertas
controversias sobre el carácter de la invasión celta del territorio de
Iberia, también sobre las características de los pueblos que conformaron
Celtiberia, sus expansiones territoriales, sus contactos y épocas
diferenciadas en las que se produjeron.
Los estudios especializados parecen coincidir en que la presencia celta en
la Península fue producto de una invasión de los pueblos de
Centroeuropa, de forma prolongada en el tiempo a través de consecutivas
oleadas. Sin embargo, existen pareceres encontrados en torno a sus
momentos, intensidad y duración. Algunos autores defienden que la
primera se produjo hacia el siglo XIII-XII A.C.
Sin determinar con exactitud el número (se han diferenciado más de cinco),
ni los momentos precisos de estas, se describen dos grandes
movimientos de integración territorial. El primero se habría producido
hacia el siglo IX-VIII A.C., bajo la llamada
Cultura Hallstática, o de "campos de urnas", y un segundo aporte en
torno al VI-V A.C., con características culturales de
La Tène, aunque hay autores que señalan que esta aportación cultural
fue escasa debido a cierto aislamiento de los celtas peninsulares con
relación a los del resto
de
Europa. De cualquier forma, los recién llegados respondían a un origen
geográfico común, y a unas características culturales y lingüísticas
similares, subdivididos en múltiples ramas y tribus. A este grupo étnico
los conocemos como "keltoi", "gálatas", o
"celtas".
Los
PELENDONES (también nombrados como Cerindones en algunos
textos) llegaron, de acuerdo con esto, hacia el siglo VIII-VII A.C., con
el primer gran movimiento y se instalan en las zonas norteñas del
Sistema Ibérico precedidos por los beribraces (o bebriaces en la Galia,
quizás emparentados) que lo harían desde el Levante hasta el límite con
la Meseta.
Procedentes al parecer de la zona belga (o Bajo Rhin), eran un pueblo
eminentemente ganadero, en menor medida agrícola, con un gran
conocimiento sobre la metalurgia, especialmente del bronce, pues la
elaboración y el trabajo del hierro era incipiente en este momento y se
desarrollaría plenamente hacia el s.IV A.C. Son notables armeros y
duchos en el arte de la guerra que marcaba, como en el resto de los que
luego serían denominados
celtíberos, su idiosincrasia de autoprotección y defensa.
Se
asentaron especialmente en lugares elevados desde donde dominaban con la
vista pastos y valles. Regidos por un consejo de ancianos y una
estructura de clanes familiares, estos asentamientos se sitúan a corta
distancia entre sí dominando un territorio comunal. Acostumbran al rito
de la incineración, depositando las cenizas del difunto en vasijas de
arcilla (o urnas). Otros de sus ritos son el culto a las "cabezas
cortadas" y la exposición de sus guerreros muertos a las aves. Aunque su
estructura es patriarcal (consejo de ancianos, jerarquía guerrera), las
mujeres desarrollan un papel fundamental, al menos, en igualdad con los
hombres: reciben herencias, eligen a sus esposos, son alfareras,
tejedoras, comparten las labores del ganado y, si es preciso, guerrean.
En España se inscriben dentro de la llamada
Cultura de los Castros sorianos, lugares parcialmente protegidos a
los que se añadían defensas artificiales como murallas, y series de
"piedras hincadas" que dificultaban las agresiones desde los accesos más
débiles. A este tipo de construcción se la considera característica de
este pueblo. Su muralla, que puede alcanzar los cuatro o cinco metros de
altura, es única y está construida adaptándose al terreno con una cara
interior y otra exterior de piedras más
o
menos regulares, rellenándose el espacio entre ellas de piedras más
pequeñas y de tierra. En algunos casos se rematan con torreones y
estructuras de madera. Dentro de su demarcación, pueden coincidir
viviendas de tipo circular y rectangular, o casas adosadas a la muralla,
o entre sí, formando espacios centrales o plazas. Están construidas a
partir de un pequeño muro de unos cincuenta centímetros, sin cimentar,
sobre el que se edifica una estructura de adobe y madera, para concluir
en un tejado vegetal impermeable que filtra el humo de la hoguera. En
estas viviendas se distinguen generalmente tres espacios, separados por
tabiques de tablas o ramajes. En el centro se sitúa la
estancia-cocina-dormitorio, espacio de la vida familiar, alrededor del
hogar. Más allá, está la despensa donde se guardan los alimentos
en grandes tinajas de barro sobre altillos. El espacio con más luz es la
entrada, y en él se realizan las labores diarias, como el tejido en
telares verticales o la molienda.
Su
cerámica, hecha a mano, mantiene algunas reminiscencias excisas y
campaniformes, lo que ha hecho pensar a algunos en la teoría del "ida y
vuelta" de la cerámica peninsular en relación con la europea. Se realiza
a partir de una base de arcilla a la que se le van añadiendo "cordadas"
sucesivas, dándole forma y cociéndose después al aire libre entre las
cenizas vegetales. Llevan distintos acabados en cuanto a su uso, como
las vasijas de cocina en las que se incluyen arena y minerales para
soportar los cambios bruscos de temperatura. Algún tiempo después
conocerían el uso del torno. Los ejemplares son generalmente lisos y sin
adornos, aunque también aparecen con incrustaciones del propio barro y,
en los decorados, con estilizaciones de animales y símbolos solares, o
característicos semicírculos concéntricos y espirales.
Como portadores de la cultura celta, poseían su propias deidades a las que
adoraban desde lugares naturales destinados para ello, pues no se
registran templos. Su
mitología está inspirada en la naturaleza: el sol, la luna, el agua,
árboles y animales. Estrabón nos habla de una "deidad innominada", a la
que rinden culto las noches de luna llena, "danzando a las puertas de
sus casas". Se identifica con la propia luna. Otras deidades están
emparentadas con la cultura gala, o la irlandesa. La deidad LUG (sol,
luz) sería la más importante de acuerdo a su concepción religiosa, una
especie de Júpiter en los romanos (estos lo asimilaron a Mercurio).
Sobre él no faltan referencias etimológicas y toponímicas en el noroeste
peninsular, incluidas las ermitas de Santa Lucía. Son representativos:
Cernunnos (bosque, caza, ciervo), Epona (difuntos, caballo), Ayron
(profundidades, agua), Las Matres, en número de tres manteniendo la
triplicidad céltica (fecundidad, tierra nutricia, agua), o animales de
culto como el toro, el caballo, de mal fario como el cuervo, o sagrado
como el buitre que subía al cielo el alma de los muertos en combate. Los
pelendones se describen como adoradores, en especial, del dios Belenos
(Belen de los galos), del que se desprendería su denominación
"Belen" = belendones = pelendones. Es el culto al fuego, a las
tormentas. A través de él se purifican hombres y animales. Aún pervive
en el subconsciente colectivo en diferentes manifestaciones
tradicionales. Boch Gimpera y Taracena coinciden en que los "Belendi",
mencionados por Plinio y asentados en la región francesa de Aquitania,
serían los antecedentes directos de la rama que cruzó los Pirineos
Atlánticos.
Los pelendones participan de las características de los
"celtas de Iberia", cuya principal cualidad es la fusión o
intercambio cultural -hasta sanguíneo, según autores- con los pobladores
indígenas y la ya asentada civilización ibera, con la particularidad de
que, dada su ubicación y su dedicación ganadera, se situaban en el
centro de las líneas que comunicaban el Este y Oeste peninsular y,
especialmente, en las rutas de la trashumancia.
Son, según Estrabón “el tipo auténtico del guerrero: resistente,
pugnaz, superior al hambre y la fatiga, amantes de su libertad,
insensibles al calor o al frío. En ciertas épocas del año se alimentan
de bellotas, secándola y moliéndola. Fabrican bebida de cebada y,
mientras beben, bailan al son de la gaita y la flauta. Todos visten de
negro, con ásperas capas de lana. Trenzan en sus piernas bandas de pelo
y se cubren con cascos broncíneos. Usan espadas de doble filo y puñales
de una cuarta para el combate. Son ganaderos y pastores y, pese a su
fiereza, se muestran hospitalarios con los extranjeros, así como
inmisericordes con los criminales y parricidas”.
Respecto
al concepto de
"celtiberos" se distinguen -como indica F. Burillo- tres visiones:
"celtas iberizados", "iberos celtizados", o "fusión de celtas e iberos",
lo que da idea de una esencia compartida, étnica, cultural y socialmente
bien definida, aunque aún por matizar en su emulsión circunstancial y
delimitaciones territoriales concretas. Algunos autores avalan la idea
de que los celtíberos son verdaderos celtas en territorio ibero en
contacto puntual con técnicas, usos y costumbres de los habitantes
indígenas. Por otra parte, Blas Taracena asume, justificándola en sus
propias investigaciones, la cita de Diodoro ( s.I A.C. ) :
"Estos dos pueblos, iberos
y celtas, en otro tiempo habían peleado entre sí por causa del
territorio; pero hecha la paz, habitaron en común la misma tierra;
después, por medio de matrimonios mixtos, se estableció la afinidad
entre ellos y por esto recibieron un nombre común".
Historia Universal, V, 33, 38
O como Apiano (s.I D.C.):
"Los invasores celtas se
mezclaron con los iberos",
O como escribe Marcial en
uno de sus epígramas:
Gloria de nuestra Hispania,
Liciano,
cuyo nombre enaltecen los
celtíberos,
¿Por qué me llamas hermano a
mí,
que desciendo de celtas y de
iberos
y soy ciudadano del Tajo?"
Marcial (n. Bilbilis),
Epígramas (c. 98 D.C.)
Los celtíberos entran en la
historia de la mano de los cronistas del Imperio Romano que, con líneas
difusas y a veces contradictorias, describen las peculiaridades de un
pueblo con carisma propio, basado en grupos tribales o familiares y
organizados en forma de ciudades-estado, que ganan su consideración a
través de la enconada resistencia a la imparable maquinaria romana
que
tropieza una y otra vez con su espíritu independiente y su aguerrido
sentido de la libertad. Son valorados como hábiles jinetes, arrojados
guerrilleros, entregados mercenarios, y por su armamento. Los romanos
acaban por imitar sus espadas (gladius hispaniensis) y cobran sus
impuestos en "sagums", o capas con capucha que incorporan a la
indumentaria de sus ejércitos.
Pero no son estos, con su
carácter indómito y particular, quienes violan una y otra vez los
tratados de paz, lo que lleva al enfrentamiento reiterado. Las guerras
celtíberas marcan la historia mundial de tal forma que, como ejemplo, el
calendario que hasta entonces regía la vida civilizada, se altera para
que las celebraciones del comienzo del año oficial en Roma -en el mes de
marzo- no retrasara la llegada a Celtiberia de las legiones romanas en
primavera. Por esta razón el calendario llamado "occidental" comienza en
enero. En
Numancia, ciudad pelendona o arévaca según quién la mencione -pero
sin duda el corazón latente de Celtiberia-, está la clave del antes y el
después del mundo celtíbero y, consecuentemente, del pelendón.
Los pelendones fueron
adscritos al convento de Clunia dentro de la provincia romana
Tarraconense, formando junto a los arévacos la "Celtiberia Ulterior". En
muchos casos fueron obligados a descender de las alturas, reedificándose
sus poblados a la manera romana, y bajo su vigilancia. Aún tardarían más
de un siglo desde la caída de
Numancia en empezar a ser reconocidos como ciudadanos romanos de
derecho.
Siglos más tarde, los
visigodos acabarían de latinizar y cristianizar este territorio,
despareciendo por completo su lengua y sus deidades. Quedan vestigios
-especialmente en construcciones religiosas- que nos muestran la
asunción del estatus gótico. Por contra, la invasión árabe apenas deja
huellas en sus poblaciones y en su cultura. La Reconquista llega pronto
a estas tierras donde, en línea con el Duero, se establece una frontera
geográfica, aunque sean relativamente frecuentes escaramuzas y saqueos
como el que arrasa la ciudad de Lara en una campaña de Almanzor.
La
consolidación del
Condado de Castilla da un nuevo sentido a la dimensión social de los
pelendones. Desde el Alfoz de Lara, cuna de Fernán González, se ven
empujados a continuar con la reconquista y a la repoblación de los
nuevos territorios. Su aportación en materias primas es muy
significativa para la salud económica del nuevo reino. Y lo es más con
la unificación de la España Moderna en la que el fenómeno de la
carretería -continuidad también del legado céltico- es vital para la
cohesión y el intercambio entre las diversas regiones peninsulares. De
esta manera y, salvadas epidemias y guerras civiles, llegan a la época
contemporánea sin grandes penurias, bien administrados sus recursos
naturales, bosques y rebaños.
Pero los nuevos medios de
transporte acaban con la carretería. La lana, el ganado, e incluso la
madera, decrecen en importancia, y la industrialización, polarizada en
otras comunidades por los sucesivos gobiernos centralistas, les deja en
cierta forma huérfanos de nuevos recursos, produciéndose en los últimos
años una creciente corriente migratoria que lleva a los jóvenes, y menos
jóvenes, a desenvolverse en otras zonas geográficas, motivándose con
ello un progresivo envejecimiento de la población. Muchos pelendones
nacen lejos de su tierra.
Sin embargo se puede asegurar
que hoy, descendientes de aquellos hombres y mujeres de la montaña, de
la luna y el fuego, del sagum y la caetra, del toro y el
caballo, de la madera y el hierro, de la "Caelia" y la bellota,
de la "gladius hispaniensis" y de la hoz, desean extraer de la
penumbra de la historia la memoria de este pueblo, y trabajar para que
el futuro esté en línea con la trayectoria y los valores de estas gentes
aguerridas, emprendedoras, y amantes de sus tradiciones desde los
tiempos de sus ancestros.
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