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En las casas de familias numerosas –bastantes entonces-, se mataban dos cerdos, uno en noviembre y otro en febrero.
En primer lugar, había que comprar los cerdos, ¿cómo se hacía?
Se compraba uno “moreno” a un cochinero que los traía desde Extremadura o Andalucía, en tren, hasta Castrillo, y desde allí, pueblo a pueblo, eran conducidos andando, tralla en mano. Se reunían en la plaza o en una solana y, después de haberlo anunciado por medio de un bando, acudían los compradores, que tras el regateo correspondiente y una vez elegido el que les gustaba, cerraban el trato y el vendedor extendía el oportuno recibo. Algunos eran fiados de un año para otro.
En principio, se les daba de comer poco. La dieta consistía en unas ortigas o gamones cocidos y algo de salvado. Después se les iba dando más pienso y, los dos meses anteriores a la matanza, se les daba abundante pienso, y sobre todo cebada y bellota, con el fin de que estuvieran bien gordos, pues era muy importante que tuvieran mucha manteca.
El segundo cochino se compraba a unos señores de Muñecas (Soria), de Castrillo, o de Salas, que los traían en un mulo o caballo, en unos alforjones de tela de lona donde portaban hasta ocho cerditos. Llegados al pueblo los sacaban de sus nidos y empezaba el trato; generalmente gustaban los que tenían las orejas grandes y que fueran largos. Los primeros, los morenos, venían a pesar unas quince arrobas y los blancos, de más lazo, alcanzaban las dieciocho o veinte. La arroba equivalía a once kilos y medio.
La matanza, en nuestro caso, se hacía en día festivo, ya que mi padre estaba en casa. Aquél día era poco menos que una boda pues allí nos reuníamos todos los familiares.
Los cochinos se mataban por la mañana, pero ya el día anterior se habían cortado dos hogazas de pan, de unos cuatro kilos, y se preparaban las sopas con las que se hacían las morcillas. Se ponían en un barreño grande o en una gamella, echándoles agua caliente para que se (------).
Para dar muerte al cerdo acudían hasta cuatro o cinco hombres, familiares o vecinos, para sujetarlo. Se sacaba al cerdo, de la corte donde habitaba, con un gancho, que así se llamaba, y que era una barra de hierro con una curvatura que se acoplaba el matador al muslo y que en el otro extremo formaba un gancho bien afilado que se clavaba en el morro del cochino, para conducirlo, tirando de él, hasta una mesa o tablado, donde se colocaba, y se ataban las patas de delante con una cuerda, introduciéndose entre ellas una de las traseras, consiguiendo así que no se moviera mientras se le clavaba el cuchillo.
Al empezar la faena, mi madre ya estaba preparada con las sopas debajo del cerdo, donde había de caer la sangre, con una paletilla de hierro para ir dando vueltas a fin de que se distribuyera bien la sangre y se calaran por igual.
El matador clavaba su cuchillo de forma que el animal fuese sangrando lentamente. Cuando lo consideraba desangrado, lo clavaba en el corazón y el cerdo moría. Era tal el gruñido que emitían los cochinos al ser pinchados, que se oía desde cualquier rincón del pueblo.
Recuerdo una anécdota en que una vez, estando en estas, pasó por allí Juanito “El Chozas” y plantándose en jarras ante el pobre animal, le dijo lo siguiente: “¿Y por eso gruñes? Calla, delicado, ¡pues si te hicieran ir a la escuela como a mí!...”
Tras la muerte del cochino se procedía al “socarrado”, que consistía en hacer una hoguera con helechos quemando todos los pelos que le cubrían la piel. Los helechos, los bajábamos los chavales de la “camareta”, que era un lugar del desván exclusivo para ellos. Previamente se habían traído del monte, bien en carro, o en burro, o a la espalda, en unos haces hechos con el bracil.
Después del “socarrado” se procedía a limpiar con agua bien caliente, raspando con los cuchillos, y también con piedras arenosas con las que se frotaba hasta que quedaba la piel bien limpia.
A continuación se abría el cerdo por el vientre para extraer sus vísceras y demás entresijos, sobre todo la asadura para guisarla en el momento. La cocinera estaba ya preparada y, después de una buena sopa de ajo, bien caliente, almorzaban allí, al menos, todos los que habían cooperado en la matanza.
Se despedazaba el animal quitando primero el (------), que era un pernil de tocino, y que iba desde el morro hasta el rabo. Si era macho, se aprovechaba el meano, que era un trozo de tocino de unos ocho centímetros de diámetro, y con él todo el conductor de la orina desde la vejiga, y se hacía una lazada para colgarlo de un clavo. Se utilizaba después para untar las botas, como sustituto del betún, y para proteger los calcetines ya que aguantaba bien el agua y, sobre todo, la nieve.
Descubierto el vientre, una vez que el cerdo era colgado, se separaban las telas de sebo que cubrían las tripas y los riñones, y se dejaban colgando. Lastripas se echaban en una gamella y, después de bien almorzados, que estas ya se habían oreado, se separaban las grasas existentes entre los intestinos y se llevaban a lavar al río, en el Pinachón o la Pisa. De entre todo aquél mondongo se separaba la vejiga. Mi madre la utilizaba para llenarla de manteca, y ya se imaginaba que tenía que ser bastante grande por el tiempo que estaba orinando el animal, cuando diariamente lo sacaba al Muladar. Algunas tenían una capacidad de diez litros de manteca. Yo cogía un cuchillo y me iba a por dos cardinchas, una más gruesa que la otra, cortándolas de los cardos que había en las cerradas de al lado. Como eran huecas, con ellas inflaba la vejiga sobándola con mucho cuidado sobre la pared, o piedra plana, para que se estirase. Cuando estaba bien sobada, le ataba una cuerda al cuello y en un par de días, en que iba a ser utilizada, ya se había secado.
Una vez lavadas las tripas, se separaban los intestinos gruesos de los delgados. Los primeros, debidamente cortados, se dedicaban a las morcillas. También se separaba el intestino ciego (muy grueso) de los otros, para hacer el “morcillón” de la sopa, que ya contenía azúcar, anís en grano, higos y pasas, y esas misma noche de la matanza, una vez guisado, se ponía para cenar. Estaba riquísimo. Las morcillas también se hacían en el día. Después de cocidas se colgaban en una vara, en la cocina, y se iban gastando, bien solas o en el puchero. Los intestinos delgados se utilizaban para los chorizos y el duéñago. Los chorizos, de toda la carne magra del cerdo, y los duéñagos, de carne de menor calidad, o sea, los entresijos y los livianos.
La carne, bien picada, se tenía en adobo dos o tres días antes de hacer los chorizos que, al igual que las morcillas, se colgaban en una vara y allí se curaban. Parte de los chorizos, cuando estaban a medio curar, se metían en aceite dentro de unas orzas de barro. Así quedaban más tiernos. Cuando se terminaban, el aceite se aprovechaba para guisar. Los lomos adobados y semicurados también se guardaban en orzas. Los jamones, después de sazonados, se colgaban en unos clavos junto a la chimenea y no se empezaban hasta, por lo menos, pasado un año desde ese día.
La importancia de la matanza radicaba en que, con sus productos, había para bastante tiempo sin necesidad de ir a la carnicería, excepto para comprar algún vientre de carnero que se compraba para aprovechar los callos y el sebo, o comprar alguna cabeza para el puchero, ya que con el tocino, los huesos del espinazo y los costillares adobados se pasaba una buena temporada.
Cuando se iba a las labores del campo –cortar pinos, arar, sembrar, o recoger la cosecha-, la comida habitual era una fiambrera de chorizo, lomo, jamón, o una tortilla de patatas con huevos de las doce o quince gallinas que había en casa. Cada año se reponían las gallinas que iban haciéndose viejas, mediante la incubación que realizaba una de ellas. Cuando en primavera salía clueca, se le ponían varios huevos y a los veintiún días aparecían los pollitos que ella misma cuidaba y enseñaba a comer. A los cuarenta días ya se quedaban solos y se les iba reconociendo el sexo. Los pollos los íbamos comiendo en días festivos como San Roque, etc., y las gallinas jóvenes relevaban a las viejas, que también iban al puchero. Las pollitas empezaban a poner al año, más o menos, aunque había un refrán que decía: “Para San Antón (17 de enero) la gallina pon, y para Candelas (2 de febrero), la mala y la buena”. Todos los años dejaban de poner un tiempo en otoño e invierno.
FELIPE SAN ESTEBAN MARCOS