LA LEYENDA DE PELENDENGA

LA CELEBRACIÓN
Los perros aullaron cuando los
primeros rayos de sol se filtraban entre las agujas brillantes de
los pinos y las hojas de los robles, vestidas ya del verde de
primavera. El día había amanecido claro y despejado, tal como los
más ancianos habían pedido en sus oraciones a Lug y a
Belenos.
Los primeros en salir de sus
casas fueron los niños que, alborotados y entre risas, se arrojaban
pequeñas bolas de nieve helada que aún salpicaba las sombras del
campamento. Algunos adultos se desperezaban en la puerta del hogar
sacudiéndose las briznas de helecho y paja, y otros realizaban
discretamente, en uno u otro lugar, su aseo matinal. Los tejados
comenzaban a escupir a borbotones el humo de las hogueras, después
de reavivar las brasas dormidas durante la noche. Y en grandes
calderos, de bronce o de cobre, se cocía leche de cabra, o huevos, o
bellotas, o carnes de ardilla, o de pollo, o de corzo, para la
celebración. Pronto, el poblado se había convertido en un trajín de
vasijas, hatos de ramas secas y otras mercancías, y en un coro de
voces, silbidos y risas,
que anulaban en el bosque el canto de las aves desconcertadas.
El cercado del ganado estaba
situado en una pequeña vaguada a la espalda del castro. A modo de
tenada existía un cobertizo, casi improvisado, en medio de un
reducido pastizal por donde discurría un arroyuelo retorcido, como
un hilo de agua entre la hierba. Allí se dirigieron algunos jóvenes
para uncir los bueyes a una de las rudimentarias carretas. Una vez
dispuesto el carruaje se prepararon los caballos, esta vez,
adornados y cepillados con esmero. Luego, una procesión de bultos y
personas acababa de completar la carga de la carreta con lo más
imprescindible.
Lo más delicado, por dificultoso,
era empujar el carro hasta el camino principal y recorrer los
primeros tramos esculpidos por el tiempo, a golpe de hierro y de
madera, sobre grandes rocas. Salvado este trance, y entre la
algarabía, se disponía espontáneamente el orden de formación de la
caravana. En primer lugar marchaban los jinetes, unos armados de
escudo y de lanza, otros con espada al cinto, y casi todos vistiendo
el sagum, que cubría parte de la grupa del caballo. Detrás,
la carreta, guiada con destreza por la vara del carretero, y
flanqueada por los más jóvenes, que no dejaban de correr y saltar
entre risas, juegos y comentarios. En la carreta, además de los
víveres, tenían acomodo el viejo Alucio, el hombre más anciano de la
tribu que, limitado en su capacidad para andar, no podía enfrentar
el camino. A su lado, Akuana, la matriarca que habría cuidado todos
los detalles de la provisión del banquete, dando órdenes e
indicaciones a todos para que cada cosa estuviera en su lugar. Era
una mujer de espíritu dinámico e impetuoso, pero cargada de peso y
de varices. Entre pieles y vasijas se sentaban Kuemia, esposa de
Uxentio, y Doidena, la joven pareja de Liteno, ambas esperando el
alumbramiento para comienzos del verano. Y también quien todos
llamaban Kun-kun, que se sentaba en el extremo del carro dejando
colgar sus pies hasta el suelo. Kun-kun era un joven disminuido que,
por sus facultades físicas y mentales, no podía seguir la marcha al
ritmo de los demás, y era objeto a menudo de bromas y burlas de los
más traviesos. Más atrás, desfilaba el grueso de la población:
mujeres que recogían flores y especias al pasar, hombres que
apoyaban sus pasos en fuertes cayados charlando animadamente, dos
burros cargados, y una vaca preñada, para el trato.
El camino a La Pelendenga era un
paseo ameno, entretenido. A cada rato, las voces se unían en un
cantar, recitando coplas ancestrales o improvisando otras de
contenido mordaz. Al llegar al valle, los muchachos enfilaban la
orilla del riachuelo haciendo saltar a las ranas a su paso. Leukon,
que se adelantaba al resto, montaba un caballo joven, difícil de
sujetar. Era un precioso potro blanco, de manchas negras que lo
mismo avanzaba de costado, que daba saltos, o cabalgaba desbocado
hasta colocarse a una buena distancia, sin que el hábil jinete
pudiera hacerse con él. Esto provocaba los comentarios y carcajadas
de los más veteranos, en especial de su padre.
Cuando alcanzaron con la vista la
suave colina comprobaron que, pese a su diligencia, no eran los
primeros en llegar. Ya se oían a lo lejos trompas, tambores, voces y
risas. La llegada iba a ser un reencuentro cargado de emoción.
Después de años de sobresaltos y funerales, era la primera cita en
tiempos de paz. Algunas de las celebraciones se habían tenido que
suspender debido al acoso romano. Habían sido tiempos duros de
incertidumbre y de miedo. Todos, incluidos los más jóvenes, llevaban
un nudo en la garganta y, todos, aceleraron su paso hasta la carrera
cuando se vieron de cerca. Las viudas se abrazaron entre lamentos y
consuelo mutuo. Los hombres, se tomaban por los antebrazos y
chocaban sus pechos, sin rozar sus mejillas, pero sin ocultar en sus
ojos la alegría del momento. Los niños, y los perros, rápidamente
formaron sus cuadrillas dando saltos y volteretas sobre la alfombra
verde. La primera luna de primavera los reunía después de un año.
Pero antes de nada, había que
cumplir con el ceremonial, con el motivo principal de la reunión.
Desde tiempos muy lejanos, quizás desde que llegaron a estos
parajes, se había mantenido la tradición de reunir en este mismo
lugar a todos los clanes familiares, relacionados y emparentados
entre sí, para marcar las pautas de su interrelación.
El Consejo subió a lo más alto
cuando todos hubieron llegado. Conforme alcanzaban la cima iban
tomando asiento en el círculo de rocas que coronaba la colina, a
excepción del más anciano de todas las familias, que presidiría la
ceremonia desde el centro, y Kaciro que, en esta ocasión, permaneció
de pie junto al asiento de su tribu. En aquella roca, el oficiante
había hecho colocar un báculo rematado en su extremo con un
caballito de bronce. Una vez que los demás se habían sentado, se dirigió
hasta allí y lo puso en manos del nikossio, que inclinó su cabeza
con respetuoso agradecimiento, asiendo el báculo y apoyándolo en su
hombro. De acuerdo a la costumbre, Kaciro tomaba el lugar del viejo
Retogeno, su padre, fallecido en el invierno. Luego, siguiendo el
gesto del presidente, se pusieron todos en pie y, mirando al cielo o
cerrando los ojos, recitaron a coro versos en los que se mencionaba
a Cernnunos, Epona y Belenos, y a los bosques,
los astros, los animales, y el agua.
Después, tomando de nuevo
asiento, hicieron la memoria de los tratos ajustados el año
anterior. Por aquellos, los narios, que habían dedicado parte de sus
pastos al cultivo de cebada y del trigo, recibirían de los nikossios
una vaca preñada, a cuenta de dos carros de grano. De los myelos,
recibirían madera trabajada y de los vestrinos, dos terneras añojas.
Y a su vez, pagarían a los nikossios un caballo semental a cambio de
varias sacas de bellota. Myelos y vestrinos cerrarían, con
alfarería, su trato por hierro fundido, traído desde tierras lusonas.
De esta manera se hacía, hasta que se revisaban uno por uno todos
los tratos anteriores. Los pactos podían ir variando en especias y
cantidades de acuerdo a las necesidades pero, si no había cambios
sustanciales, se renovaban los de años anteriores. Se hacía de forma
amistosa y ante la mirada atenta del patriarca que sentenciaba, de
acuerdo con todos, la justicia de los pagos. También se cerraban
otros acuerdos menores y pequeños litigios territoriales o reajustes
de lindes.
Parte importante de los tratos
era establecer el orden de explotación de los pastos. En el día
determinado se contabilizaba, marcaba y agrupaba el ganado, y se
coordinaba un itinerario a través de los pastos correspondientes a
cada una de las tribus de tal forma que, cuando el ganado comunal
alcanzaba los últimos pastos del circuito, los primeros ya se habían
recuperado. Entonces se volvía al pasto donde se comenzó, y
así sucesivamente, hasta que se recogía el ganado a finales del
otoño.
Todo el mundo podía ser
espectador de los acuerdos, sin exclusión. Pero por lo general, la
mayor parte prefería seguir los actos que se llevaban a cabo más
abajo, donde se instalaba un mercadillo de trueque, se encendían las
hogueras, o se realizaban concursos tradicionales, exhibiciones de
fuerza y de destreza, y bailes en torno a tambores y flautas.
Cuando los tratos se daban por
cerrados, el Consejo volvía a ponerse en pie, y volvían a recitar
los mismos versos que al principio. Luego, se acercaban unos a
otros, se saludaban al modo tradicional y bajaban al encuentro de
los demás para beber y charlar animadamente.
Esta vez, el tema que iba de boca
en boca era la caída de Numancia. Se comentaba lo horrible del
escarmiento, por amputación, a los jóvenes pelendones. Se narraban
pequeñas escaramuzas realizadas para hacer llegar alimentos a los
asediados, en las que habían caído algunos de los suyos, se revivían
emboscadas en las que se conseguía sorprender y aniquilar a la
infantería o a la caballería romana, y se lamentaba, por fin, el
humillante trato a los supervivientes. A algunos se les nublaban los
ojos con las lágrimas, otros levantaban el puño con rabia gritando:
“¡muerte al romano!”. Apenas había transcurrido un año desde la
derrota y muchas heridas seguían abiertas.
Los malos recuerdos no
perturbaron la fiesta. La caelia llenaba las jarras y los
primeros bocados salían de las brasas. Todos encontraban algo en el
mercado para negociar: vasijas, vestidos, herramientas, armas, y
todo tipo de alimentos como quesos, mieles, o cecinas. Los danzantes
hacían círculos en torno a la gente y, como siempre, no faltaba el
anciano desdentado que reía a carcajadas mostrando a los más jóvenes
sus habilidades con los juegos de manos, con los ágiles juegos de
pies en el baile, o con los juegos de palabras picantes que
provocaban la risa de todos.
Así, entre sonidos, colores,
olores y sabores transcurría el día. Hasta que la brisa refrescaba
con la lejanía del sol, y una luna redonda, casi transparente, se
comenzaba a dibujar en el cielo. Para entonces las hogueras eran ya
sólo humo débil y los grupos se iban recogiendo, se iban unciendo
los ganados, y mercancías y vasijas se colocaban de forma ordenada
sobre los carros.
Aquél día ocurrió que, cuando ya
muchos habían tomado el camino de retorno, y otros se aprestaban a
hacerlo, Noive, la esposa de Kaciro, echó en falta a la joven
Segaida. No pudo ocultar cierto nerviosismo al iniciar un recorrido
por el lugar llamando a su hija a gritos. Esto inquietó a jinetes y
al resto de los grupos familiares que, haciéndose llegar la voz se
apercibieron que también un nario, el hijo menor del patriarca,
estaba ausente y su caballo descabalgado. Los padres de ambos se
miraron intrigados. Al rato, tres figuras se recortaron en el
horizonte asomando por la falda de la colina. La mujer del patriarca nario no dejaba de maldecir y dar gritos sujetando a los dos jóvenes
por el brazo. Se acercaba apresurada y a su encuentro salió la madre
de la joven, que comenzó a maldecir y dar gritos también echándose
las manos a la cabeza. En esto, jinetes y caminantes se cruzaban
miradas y comentarios. Los dos patriarcas se miraron de nuevo y,
casi al unísono, estallaron en una estridente carcajada que contagió
al resto de la agrupación. Cuando las cuatro figuras llegaron a la
altura de los demás, la joven lloraba desconsolada evitando las
voces de su madre, y el joven ocultaba su rostro de la vergüenza y
el miedo. Los padres se apearon de los caballos; las madres,
callaron por un momento. El patriarca nario se acercó a ellos:
- Y ahora, ¿de qué os asustáis?
Los muchachos recorrieron con la
mirada los rostros de los cuatro mayores y, por más contestación, se
agarraron por la cintura y apretaron sus manos. Entonces, Kaciro, en
gesto magnánimo, colgó su sagum de los hombros de su hija, y
su esposa corrió hasta la carreta donde rápidamente preparó un
hatillo con telas y alimentos que, emocionada, colocó a los pies de
la joven. Por su parte, el nario hizo descabalgar a otro de sus
hijos y, tomando por las riendas al potro que montaba el menor, se
dirigió al nikossio poniendo las riendas de los dos caballos en sus
manos:
- Lo mío, es tuyo –dijo con voz
ceremoniosa.
Luego, se despidieron, y las
caravanas se fueron estirando, aligerando el paso para evitar que
las sombras de la noche les cerraran los caminos.
EL COMBATE
Habían transcurrido diez días
desde la luna llena.
Los perros aullaron inquietos,
pero sus ladridos se perdían cadenciosamente montaña abajo. Kaciro
abrió sus ojos sobresaltado y, en un movimiento reflejo, retiró la
manta de pieles que cubría el lecho. Al punto, salió de la casa y se
reunió con los compañeros en el filo de la roca vigía, desde donde
se divisaba la totalidad del valle. A lo lejos pudieron ver
destellos de lanzas y armaduras, y escucharon sonidos de metal y
cascos de caballos. Media centuria ascendía en formación por el
camino y, por las sendas, varios grupos dispersos de mercenarios
subían por la ladera; berones y vascones, a juzgar por sus
indumentarias. Demasiados para la quincena de guerreros que, aptos
para el combate, se podían reunir en la defensa. Inmediatamente,
hicieron sonar la trompa y enviaron a los muchachos para abrir el
cercado y desperdigar el ganado en las profundidades del bosque. Al
mismo tiempo, encarrilaron a los ancianos y a los no combatientes
por las rutas que se pierden entre los árboles. Atrancaron el portón
y dispusieron hondas, piedras y lanzas en lo alto de la muralla
mientras se agazapaban en silencio para ver llegar al enemigo.
Al poco rato, bultos oscuros se
movían entre los matorros y por detrás de los pinos. Los soldados
romanos rompieron su formación de marcha a una distancia prudente y
se distribuyeron a lo ancho sin dejar de avanzar. Cuando estuvieron
a tiro de honda, los pelendones se incorporaron y las hicieron
silbar lanzando sus proyectiles. Las hondas romanas respondieron. Y
como los agresores seguían avanzando, los defensores hicieron
también uso de las lanzas aunque sin gran acierto.
Más de media docena de arqueros
se habían colocado en abanico detrás de los árboles. No eran
romanos, posiblemente vacceos. Con su primera andanada de saetas
barrieron la altura de la muralla. Kareka, la joven y valiente
guerrera, fue la primera en caer atravesada en un muslo. Gritaba
inmóvil sobre las piedras. Los defensores volvieron a arrojar
piedras y lanzas, de forma desesperada, mientras otra lluvia de
flechas los hacía encogerse y arrojarse al suelo. Era la primera vez
que el castro era atacado por arqueros, y esto los desconcertaba. En
un momento, los romanos hicieron avanzar entre sus filas a dos
gigantescos caballos percherones, como nunca se habían visto por el
lugar, entre los que colgaba un grueso y recto tronco de pino asido
con sogas, que los soldados hicieron balancear empujándolo contra la
puerta una y otra vez. Ante la lluvia incesante de proyectiles y
flechas, los pelendones se habían dejado caer al interior formando un
semicírculo frente a la puerta, que crujía a cada golpe.
Por el flanco más débil de la
muralla, dos mercenarios tomaron la altura empujados por los
soldados romanos. El joven Leukon desatendió las órdenes de
agrupamiento y salió a su encuentro. Al mismo tiempo que la puerta
cedía ante el último embate, los mercenarios saltaron sobre él y lo
ensartaron por ambos flancos. También el aguerrido Sigilo corrió
hacia el lugar, y cayó herido mortalmente al no oír las órdenes.
Era sordo. Los asaltantes entraron en tropel y se colocaron
ordenadamente frente a los pelendones, sin entrar en combate cuerpo
a cuerpo, pero apuntando con sus lanzas, dos al menos por cada
nikossio. Cuatro jinetes se colocaron detrás de la tropa. Kaciro no
pudo contenerse al ver a sus compañeros de armas tendidos en el
suelo y, desoyendo sus propias recomendaciones, saltó la barrera de
lanceros y corrió hacia los dos mercenarios emitiendo un grito
sobrenatural y salvaje. De un solo tajo, separó la cabeza y el
cuerpo del primer asaltante que le salió al encuentro, y se encaró
al segundo. Arrojó entonces su escudo y, tomando la gladius
hispaniensis con las dos manos, comenzó a batirla enérgicamente a uno
y otro lado. Sus golpes también eran absorbidos, una y otra vez, por
el escudo del intruso.
Toda la guardia dio un paso al
frente y amagó con sus lanzas cuando el nikossio rodó por el suelo,
abierto su pecho en una contra del oponente. El centurión los
paralizó con un grito, como dispuesto a presidir desde su caballo un
duelo circense. Kaciro se revolvió y se levantó furiosamente
ignorando su herida sangrante y situándose de nuevo frente al rival.
Cruzó los puños por delante de él y, gritando de nuevo, le acometió
empujándolo sorpresivamente contra la pared de piedra. Antes de que
el mercenario pudiera reaccionar, envainó la espada en su vientre. Y
volvió a ingresarla desde el cuello con gran rapidez cuando a aquél
le flaquearon las piernas. El vascón, con los ojos desorbitados y un
gemido, se dio por muerto.
Se hizo un silencio mortal. Sólo
se escuchaban los bufidos aislados de los caballos y los jadeos
violentos del gladiador.
Todas las miradas se levantaron
hacia el centurión, que permanecía impasible en su montura; todas,
menos la del guerrero pelendón que había clavado la suya en su hijo,
yaciente en el suelo en medio de un charco de sangre. El jinete de
túnica blanca que cabalgaba a la izquierda del romano se dejó
resbalar por un costado de su caballo y con cierta parsimonia se fue
acercando al nikossio y, a un brazo de distancia, le habló:
- Julius no quiere aniquilaros.
En el valle hay al menos cuatro contubernios que aguardan bien
pertrechados –advirtió-. Escipión ha ordenado que vuestras gentes
bajen a los valles. No tiene sentido que sigáis aquí. Además,
suponéis una amenaza para la República. Pagaréis tributo a Roma como
se hizo en tiempos de Graco -continuó-, seréis tratados como
ciudadanos romanos, y recibiréis protección frente a vuestros
enemigos.
El legado hablaba con acento
extraño pero dominaba bien el celtíbero. El pelendón volvió la
mirada buscando la del romano. En sus ojos pudo leer serenidad,
sinceridad, y hasta compasión.
- Tus vecinos ya han aceptado la
nueva situación… ¡Toda Hispania ha aceptado la nueva
situación!- enfatizó.
Kaciro miró a los suyos, en
tensión frente a los romanos. Luego, levantó su mirada al centurión,
inmóvil en su caballo, y después, miró a su hijo yaciente, durante
un instante, para acabar de nuevo clavando sus pupilas en los ojos
del patricio. Tras un silencio espacioso, aflojó sus puños y dejó
caer la espada a sus pies. Al momento, un mercenario se agachó a
recogerla, limpió su sangre en la arena, la admiró, y la colgó en su
cintura como un trofeo de guerra.
El resto de los guerreros
pelendones imitaron el gesto dejando caer sus armas. Los soldados
romanos los rodearon ordenadamente empujándolos, sin violencia,
fuera de las murallas. Los mercenarios se lanzaron a recoger las
armas y, entre voces y a la carrera, se dispusieron al saqueo.
Forzando las puertas y ventanas, a golpes y patadas, se introducían
en las casas tomando lo que les resultaba útil. Lo cargaban en los
enormes caballos y luego acababan prendiendo fuego a las chozas,
desde el interior hasta los tejados.
LA NUEVA SITUACIÓN
La comitiva de prisioneros y
soldados tomó el camino hacia el valle. Cuando salieron del bosque,
pudieron ver a su espalda cómo el poblado se había convertido en una
imponente columna de humo gris sobre los árboles. Ni una palabra
entre los pelendones que caminaban mirando a las piedras del camino.
A lo lejos, los evadidos iban saliendo de sus escondites y,
parapetándose entre árboles y arbustos, seguían a distancia la
procesión sin perder detalle. A medida que se acercaban divisaron a
las tropas romanas y, en medio, un grupo de prisioneros civiles, en
su mayoría mujeres jóvenes. Aún a cierta distancia Kaciro reconoció
entre aquél grupo a su hija, envuelta en el sagum que le
hubiera donado, cabizbaja, despeinada su larga cabellera. Abrió sus
ojos, afinó su mirada pero no hizo ni un solo gesto.
Al llegar al lugar la guardia se
relajó y abrió el círculo sin perder sus posiciones. Los tres
jinetes se apearon en el lugar más alto y el patricio de túnica
blanca se dirigió hacia los prisioneros acercándose a Kaciro:
- Llama a los tuyos. No tienen
nada que temer. Tenemos la orden de efectuar un censo de pobladores
y propiedades. De acuerdo a él, se os impondrá un diezmo. Eso será
todo. Luego podréis estableceros en este lugar y vivir en paz. La
paz que Roma os propone.
Los pelendones dispusieron de
unos momentos para mirarse, mirar a los guardias, mirar a los
prisioneros y recorrer con la vista el lugar donde tendrían que
vivir. Había pocas alternativas.
Kaciro levantó su mano y
haciéndola girar dio un potente silbido dirigiéndose a quienes les
siguieron por las alturas. Entonces sonó una trompa y, poco a poco,
por las laderas se fueron acercando los no combatientes. Conforme
iban llegando saludaban a sus guerreros y eran puestos en fila, por
edades y parentescos, ante una mesa de campaña donde un intérprete
comenzó a hacerles preguntas al tiempo que el escribano tomaba nota
de las declaraciones.
El centurión seguía en lo más
alto y bebía en jarra de plata en posición de descanso. Soldados y
mercenarios comentaban y bromeaban. Los prisioneros civiles
permanecían en silencio, y entre los guerreros pelendones se
intercambiaban palabras de ánimo. Noive se derrumbó en los brazos
de su esposo en el momento de conocer la muerte de su hijo al tiempo
que observaba, con el corazón roto, a su hija entre los prisioneros.
Por orden del legado, que iba de un lado a otro organizando el
encuentro, la valiente Kareka fue conducida junto a su madre, viuda
de Numancia que la socorría entre lamentos, hasta el grupo de
prisioneros. También por orden del romano, los guerreros fueron
luego dispersados para unirse a los suyos ante el escribano. Cuando
el patricio hizo a Kaciro su indicación, este se le acercó y, sin
ablandar su expresión severa, le sugirió:
- Ya he perdido a un hijo. Si
vuestro centurión quiere mostrar su buena voluntad, quizás pueda
aceptar un trato.
- Tu hijo fue imprudente. Nuestra
intención no era la de bañaros en sangre. Pero, di, ¿qué trato sería
ese?
- Decidle al centurión que le doy
dos de mis mejores caballos a cambio de la libertad de mi hija -contestó al tiempo que identificaba a la joven Segaida con la
mirada.
El patricio miró a la joven y
dudó un momento frente al nikossio, pero se volvió para consultar al
centurión que observaba desde lejos, fijamente, al pelendón.
Acordaron los romanos el sí, y así lo transmitió el patricio. Kaciro
llamó al más pequeño de los suyos, que estaba junto a su madre, y
poniendo la mano en su cabeza lo envió en busca del potro blanco de
manchas negras, y el más joven de los que el patriarca nario le
había regalado. El muchacho era casi un adolescente, fibroso y
despierto. Salió corriendo camino arriba perseguido por su perro.
En el tiempo que el muchacho
tardó en volver con los caballos, se cerró el recuento de los
pobladores y su declaración de propiedades. El patricio hizo
reunirse al consejo de la tribu y le dictó sus conclusiones: Dada la
escasez de población y de recursos, el impuesto anual se haría en
especias, dedicando para ello veinte sagums y cuatro carretas
de madera elaborada, entre vigas, y traviesas. Más adelante, el pago
se haría en denarios de plata de curso romano, una vez revisada su
equivalencia. La moneda celtíbera había perdido su valor. Por otra
parte, se daría cobijo en el nuevo poblado a un maestro que
ilustraría en lengua y leyes latinas a los jóvenes y, especialmente,
al consejo de la tribu. Del mismo modo, se acomodaría a cuatro
auxilias, o guardias romanos, que velarían por el orden y
dependerían del destacamento más cercano.
Los pobladores se fueron
reuniendo por grupos comentando la nueva situación. También
aprovecharon la distensión para acercarse al arroyo, beber y hacer
llegar el agua al grupo de prisioneros.
El pequeño de Kaciro llegó al
trote. Una vez que superó la línea de soldados, el patricio se
dirigió al círculo que custodiaba a los presos para señalar a
Segaida y franquearle el paso. La joven corrió sollozando al
encuentro de su madre. Kaciro siguió con la vista los pasos de su
hijo. El centurión esperaba con los brazos en jarras. Cuando los
caballos estuvieron a su altura, el romano comenzó a girar alrededor
de ellos palmeándoles en la grupa, en el costado y en la frente. Con
un gesto ordenó al niño que los reuniera con los demás. Luego miró
al nikossio con ademán de aprobación.
El muchacho quiso volver hacia
los suyos, pero un soldado romano le cerró el paso. Kaciro, furioso,
se dirigió hacia él. El patricio se interpuso y lo detuvo poniendo
una mano en su hombro:
-¡No!- dijo mirándole a los ojos-
Julius dice que estos caballos necesitan de quien los conozca y de
quien los cuide.
Como si una maldición de los
espíritus malignos hubiera destrozado sus entrañas, el pelendón
cerró con fuerza sus ojos, apretó los puños y tensó cada uno de sus
músculos.
- No te preocupes –quiso
tranquilizarle el legado-, te prometo que cuidaré de él.
La esposa y la hija se
precipitaron a abrazar, llorando, el cuerpo rígido y convulso
del nikossio. Mientras tanto, todos parecían disponerse para la
salida. El centurión montó en su caballo el primero y varios jinetes
se colocaron detrás. Luego la centuria en formación, y entre esta y
los mercenarios se escoltaba a los resignados prisioneros. El
muchacho, que ya formaba con la caballería, se volvió, con rostro
asustado pero sin una lágrima, para despedir a su familia. El romano
de la túnica blanca también se giró levantando su mano, para dejar
en el corazón de Kaciro una despedida noble. Con una orden del
centurión todos se pusieron en marcha.
El sonido de cascos y metales se
fue alejando. Los pobladores rompieron un silencio expectante y
comenzaron a oírse risas, llantos, gritos, lamentos y llamamientos a
la calma, todo al mismo tiempo. Tuvo que pasar un buen rato hasta
que los sentimientos reposaron y se dispuso dar enterramiento a los
cadáveres que quedaron en el castro, recuperar los ganados, y todo
lo que se hubiera salvado de la rapiña en los estudiados escondites.
El poblado se había convertido en un esqueleto de piedras y cenizas.
Sólo el cercado del ganado podría servir para su cometido. Otra vez,
un trajín de hombres y mercancías, pero esta vez hasta el nuevo
emplazamiento.
Nadie durmió a la intemperie
aquella noche. Un techo de pieles y telas cosidas entre sí arropó a
la tribu que, dispuesta en torno a la hoguera, compartió un sueño
comunal.
LA VISITA
Bien mirado, la nueva ubicación
del poblado trajo consigo más ventajas que inconvenientes. El
asentamiento se había transformado en un lugar abierto donde las
casas se iban a ir construyendo de forma más espaciosa y
consistente. Accesos y caminos, más amplios y llanos, servirían
mejor al trasiego del ganado y de las carretas de mercancías. La
proximidad al río permitió que en su vega se fueran habilitando
pequeños huertos para el cultivo de frutales y verduras y, aunque
los rayos del sol tardaban más tiempo en caldear la vida cotidiana,
las montañas servían ahora de abrigo, sin tener que hacer frente a
las densas nieblas y las ventiscas de las cumbres.
El ejército romano rara vez tuvo
que intervenir desde su destacamento y si lo hacía era escoltando a
funcionarios y escribanos de la provincia, del Convento de Clunia,
a mercaderes, o en batidas en las que perseguían a rebeldes arévacos
o pelendones que, de forma aislada, se echaban al monte en pequeñas
partidas sublevados contra el poder de Roma.
Con el tiempo, los nikossios
fueron asimilando de manera inconsciente los nuevos conceptos sobre
la organización social, sus clases y jerarquías, otras deidades, las
nociones más elementales del derecho romano, y el uso generalizado
de las primeras palabras latinas. Sin embargo, en cada familia se
renovaba un juramento de fidelidad a las tradiciones y, siempre que
había ocasión, se reafirmaban en sus valores. Se señaló el día décimo después
de la cuarta luna para memoria de los antepasados, y se ascendía
hasta el castro donde, en el mismo lugar en que generaciones más
tarde los primeros pelendones cristianos levantaran un templo a Santa Lucía, se
les recordaba y se les dedicaban oraciones. Esta tradición, aunque
variando su fecha por acomodos diversos, se mantuvo hasta bien
entrado el siglo veinte de nuestra era.
Los encuentros en la Pelendenga
fueron decayendo hasta su desaparición, fundamentalmente por dos
razones: la primera, que dichas reuniones fueron sometidas a la
incómoda vigilancia de la guardia romana empeñada en prevenir el
reflorecimiento del espíritu comunal y autogestionario de los
pelendones; y la segunda, que ante la nueva disposición
administrativa, mercados y tratados se centralizaron en núcleos
poblacionales con mayor densidad y dinamismo, donde acudían
regularmente los pobladores de las aldeas más próximas, algunas de
las cuales ya habían sido borradas del mapa, bien por abandono, o
bien, como consecuencia del saqueo y la destrucción que trajo
consigo la Segunda Guerra Celtíbera.
Uno de aquellos años, en que
todavía se llenaba de colores y sonidos la alfombra verde de la
colina, alguien dio la voz: por delante de una cortina de polvo se
acercaban al galope tres jinetes y cinco caballos. No tardaron mucho
en distinguirse bien sus figuras en el camino. Por delante, un
jinete vestido de blanco y colores vivos que bien podría ser un
comerciante, o un funcionario, escoltado por dos hombres armados, de
ropas oscuras. A su llegada, los jinetes se fueron abriendo paso
entre la gente, mirando a un lado y a otro como si buscaran a
alguien. Y fueron a parar, justo, ante el patriarca de los nikossios,
firme e inexpresivo, asido a su báculo. El que vestía túnica blanca
se bajó del caballo sonriendo y se colocó ante él. Antes de que el
anciano hiciera un solo gesto o moviera un solo músculo, su esposa,
su hija y sus nietos corrieron a abrazarse al forastero entre risas
y bendiciones. El forastero se incorporó. Agarró al anciano por los
antebrazos, chocaron sus pechos, rozaron sus mejillas y acabaron
fundiéndose en un abrazo intenso. Si a Kaciro le hubieran quedado
dos lágrimas en los ojos, estas hubieran desbordado sus párpados
cansados, así que se limitó a contraer sus alargadas y blancas
cejas.
- Padre –dijo el forastero casi
susurrando junto a la oreja del viejo-soy un hombre libre…
- ¡¿Libre?! -exclamó en tono
irónico el patriarca apartándose para encarar la mirada- ¡Ya no hay
hombres libres!
- Padre -repitió el joven-,
vivo
en Visontium. Allí tienes tu casa. Y mis propiedades. Allí tienes,
también, a dos nietos de tu sangre. Y a mi esposa, Anna, hija de una
sierva pelendona y un oficial romano, que se sentirá muy orgullosa y
feliz al recibiros.
Kaciro, reparaba en el acento un
tanto extraño de su hijo, cuando este completó:
- No tendréis más que preguntar
por mí, por Caius, Caius de Kan-Nikoss.
Los ojos del patriarca se
cristalizaron. El forastero giró sobre si mismo y tomó por las
riendas los caballos sin jinete que pararon detrás. Uno, con grandes
alforjas; el otro, un precioso potro blanco con manchas negras. Los
acercó. Los jinetes armados fueron invitados a bajar de sus caballos
y se les ofreció caelia y carne de jabalí recién salida de
las brasas. Y mientras los niños y su madre curioseaban en el
interior de las alforjas, de donde asomaban vistosas telas y
recipientes de metal, la matriarca tomó a su esposo y a su hijo por
la cintura y ascendió con ellos, pausada y cariñosamente, hasta el
círculo de piedras donde los tres tomaron asiento y hablaron, y
hablaron, hasta que la brisa empezó a refrescar con la lejanía del
sol, y una luna redonda, casi transparente, se empezaba a dibujar
por encima de las montañas.
Santy San Esteban

Diccionario rápido
Lug,
dios del sol, de
la luz; Belenos, del fuego,
de las tormentas; Sagum, capa larga con mangas y capucha, abrigo celtíbero; Cernunnos, deidad
de los bosques y la caza; Epona, deidad relacionada
con los
caballos y los difuntos; Caelia, cerveza de trigo celtíbera;
Gladius hispaniensis, espada celtíbera; Contubernio,
unidad del ejército romano (8 uds.);
Visontium,
Vinuesa.
Vestrinos, fig.: de Vilviestre; Narios, Fig.:
de Quintanar; Mielos, Fig.: de Regumiel;
Nikossios, Fig.: de Canicosa. Convento de Clunia:
administración comarcal romana dentro de la provincia Tarraconense.
DEDICATORIA
A Felipe(s) San Esteban, Tomás
Campo, Jesús Cámara, José Cuesta, Ramiro Ibáñez, Gildo Peirotén,
Jesús De Pedro, Pedro Marcos, Teo San Esteban, Javi Ayuso, Fco.
Ureta; a Charo Pascual, Pili De Pedro, Merce Vela; a Victor Campo de Aldea, Alfonso Cena,
Alberto Bengoechea, Luis Ángel Izquierdo… y en fin, a
todos los que no nombro, incluido mi padre (RIP), con afecto tribal.
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